A riesgo de ser autorreferencial (OK, siempre lo soy, aunque con el propósito de que mi testimonio pueda serle de utilidad a alguien), voy a analizar mi propio caso.
Tengo 42 años y, a los efectos de este análisis, vamos a tomar los últimos 25. Ese lapso comienza con mi cursada del CBC y se extiende hasta ahora. Para los lectores que no sean de Argentina, es menester aclarar que la mencionada sigla se refiere al ciclo básico común que debe ser aprobado (con algunas excepciones) para cursar cualquier carrera en la Universidad de Buenos Aires.
Bien: 25 años equivalen a unos 9.125 días. Solo con haber escrito algo más de una hora durante cada una de esas jornadas, alcanzo con cierta comodidad ese número áureo. De hecho, tengo la absoluta certeza de haber estado escribiendo durante unas cuantas horas más, ya que la mayor parte de mi vida profesional estuvo dedicada a eso: escribir.
Lo sé, para quien no pertenece al rubro no parece ser una vida muy divertida que digamos. Sin embargo, a veces puede serlo. Mas ese será tema de una próxima entrada.
Pero ahora llegamos, entonces, a la pregunta del millón.
¿Me considero la mejor en aquello que hago?
Sí y no. Les ofrezco mis más sentidas disculpas a quienes odian las respuestas ambivalentes. Pero no puedo dar otra. Por un lado, porque creo en los matices en todos los ámbitos de la existencia y porque, al menos en el rubro de la redacción, no creo que ni yo ni ninguno de mis colegas podamos arrogarnos el título de ser los mejores en lo que hacemos.
Creo que todos tenemos la humildad de reconocer que siempre, sin excepción, habrá alguien que nos superará en algún aspecto de nuestro trabajo. Y está bien que así sea, porque eso nos incita a superarnos y dar lo mejor de nosotros mismos.
Pero hay algo que sí podemos ser: únicos. Y eso es lo que nos convertirá en la mejor opción para determinados clientes. En el trabajo como en cualquier aspecto de la vida, aplica ese concepto de que alguna inasible fuerza universal reúne a personas que se merecen entre sí (para bien o para mal).
O, al menos, que tienen algo que aprender la una de la otra. Hecho que no es nada despreciable, aunque a veces solo podamos reconocerlo tiempo después de ese encuentro.
Por eso, es muy importante que esa unicidad esté basada en el respeto a nuestra esencia, nuestros objetivos y nuestros valores.
Conócete a ti mismo
Debo confesar que no soy lo que podría denominarse una fan de las charlas TED (ni de las originales, ni de sus cuasi infinitas réplicas). En general, me aburren, me parecen repetitivas y creo que en muchos casos los expositores no le dan a ese difícil arte de la oratoria la importancia que requiere. Y es así como muchos temas en potencia interesantes se diluyen en un discurso que no logra establecer una conexión con la audiencia.
Entre las pocas que lograron atraparme se encuentran, sin duda, las de Dan Ariely y Daniel Kahneman. También me gustó, en su momento, la de Elizabeth Gilbert sobre el acto de escribir. Pero estoy abierta a cualquier sugerencia que me puedan enviar acerca de alguna que, a su criterio, merezca ser vista.
No obstante mis reservas con respecto a esas charlas, a veces (por motivos diversos) debo ver alguna que otra y fue así como hace pocos días me topé con una donde el ponente, Eduardo Zorrilla, disertaba sobre esa idea de «ser único» que me interesa tratar en esta entrada.
A su vez, al parecer, Zorrilla se inspiró en el libro «Posicionamiento» de Al Ries y Jack Tout. Pero, dado que no he leído el libro, no puedo confirmar ese punto.
Si bien él no habló exactamente del tema que voy a plantear, sus palabras me sirven como punto de partida para lo que deseo expresar en este espacio.
Es decir, de la importancia de conocernos a nosotros mismos para definir nuestros objetivos y ser fieles a ellos. De esa manera, les aseguro que lograrán ser los mejores para los clientes indicados.
Entonces, ¿cómo ser los mejores en lo que hacemos?
La respuesta es muy simple y la repito para que nos quede grabada a fuego (a todos, incluyéndome): siendo únicos.
Hace pocos días tuve una discusión —intensa pero interesante— con una persona muy querida, que giró en torno acerca de en qué consiste ser «el mejor» en un área como la redacción, en la que el estilo personal pesa tanto y hace que dos redactores de igual idoneidad escriban textos muy diferentes acerca de un mismo tema.
Aunque ambos escritos sean impecables desde el punto de vista ortográfico y gramatical, siempre habrá lectores que no solo advertirán lo que los distingue, aunque se trate de detalles muy sutiles, sino que preferirán uno antes que otro.
Y así ocurrirá que ser calificado como «el mejor» dependerá del punto de vista del lector. Si bien abordo esto desde el punto de vista de la redacción, aplica —por supuesto— a muchos otros oficios.
Sé, con total seguridad, que existen redactores brillantes. Para comprobar eso, me basta con leer los textos escritos en sus blogs por profesionales cuyo trabajo valoro mucho (son varios y no quiero omitir a ninguno; pero prometo hacer la lista en un próximo post).
Y, de una manera más cercana, lo puedo verificar en textos escritos por amigas que han sido compañeras de carrera, que se expresan de una manera que enamora y, en algunos casos, no llegan a darse cuenta de hasta qué punto sus textos son cautivantes para el lector.
En definitiva, muchos podemos ser buenos en lo que hacemos, si tenemos el oficio suficiente y una cierta inclinación a perseverar en ello, más allá de que lo hagamos para un cliente o por el mero placer que nos produce ejecutar ese acto.
En conclusión, ¿podemos ser los mejores que hacemos?
Sí, claro. Tomando en cuenta que el concepto de ser «el mejor» es relativo; y esa relatividad se define en función de las necesidades del cliente para el que nos encontremos trabajando.
Es por eso que jamás —y quienes me conocen lo saben— considero a un colega como competencia; al contrario, cuando me hacen alguna consulta, trato de ayudarlos en todo lo que está a mi alcance, siempre basada en mi experiencia.
Y de ninguna manera es por un tema de soberbia; todo lo contrario. Es porque sé que cada uno le ofrece a sus clientes un conjunto de elementos que no puede ser igualado por el de ningún colega.
Puede ser imitado, en algunos casos. Pero nunca ser replicado de manera exacta. Con algunos clientes tendremos mayor empatía que otros colegas. En el caso de otros, quizá, podremos ofrecer una mayor experiencia en ciertos temas que otros redactores (y viceversa).
A veces, nuestra forma de trabajo se ajusta exactamente —o casi— a lo que el cliente busca, sin necesidad de forzar cambios que no deseamos realizar. Práctica que, por lo demás, considero inconducente y recomiendo no implementar en ningún caso.
Pero creo que ninguno de esos factores nos hace únicos por sí solo. Es la combinación de todos ellos, y su personalización en base a las necesidades que percibimos de nuestros potenciales clientes y de las soluciones que sabemos (o suponemos) que podemos ofrecerles.
Querido redactor freelance que estás leyendo estas palabras: siempre serás la mejor opción para algún cliente. Si todavía ese cliente no ha llegado, no desesperes. Sé fiel a tus metas y a tu estilo. Y los clientes ideales llegarán, más tarde o más temprano.
Y, por supuesto, si algún lector considera que puedo ser la redactora justa para su proyecto, lo invito a contactarme.
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Foto: Fauzan Saari – Unsplash